martes, noviembre 3

LAS DAMAS DE LA NOCHE (1)




Con la mirada siempre al poniente de la calle, el rostro dibujado sobre la adolescencia de un suspiro. Camino al borde del silencio atravesando esas mamparas de selenio, esos recorridos que comenzaban al morir el desespero del verano intenso, al caer la fina llovizna de las luces de neón. El viejo corral falso de la entrada, los jóvenes estridentes en busca de cervezas prohibidas a su portador. El viaje a la inmensidad. Las palabras que se consumen por su poca intensión. El desespero de cambiar el destino marcado tantas veces por la inocencia de una frase.
La llegada de la tarde, los preparativos para la fiesta continua, no hay niebla en esa línea divisoria, no hay tedio, no hay galope. No entra la nostalgia donde habita la calle Deseo. El lento caminar, las provocadoras miradas que se anuncian desde el pecado de la casi total desnudez mientras las ventanas donde habita la moralidad comienzan a cerrar, cortinas y candados para proteger el habito y la cruz. La llegada de la tarde era el anuncio de la muerte, el velorio de la seriedad matinal, el canto a esa fe que se corre de violentas bofetadas en la imaginación, las voces, los modales, la lenta transformación de la cadera cubierta al desnudo provocador de unas contoneadas posaderas, exorbitantes y asustadas, risueñas, molestas por la agonizante coloración de la tarde.
La tarde, las noticias que solo llegan en fragmentos tan aburridos que convierten al tedio en una simple nevada de verano. Las notas sobre aquellos bolsillos pequeños donde se anuncia la pronta visita, el desgarrador grito, el canto silencioso del marido celoso de la puta colorada. El teclado falso del piano, la música que comenzaba a nacer después de cada moneda. El viejo templo que estoico habitaba con sus puertas abiertas al arrepentimiento. El escondite y los polvos prohibidos.
La galería. El espacio abierto al pecado, el deseo, mercadería apartada o no, relojes tintineantes que caminan en dos direcciones: al sur en busca de complacer aquellos deseos que surgen en la negociación sin palabras. El gesto de la mariposa, la vista pendiente en la otra parte del trato. Contrato sin costumbre, pago por adelantado al amor sin sonido. La vieja escuela del intercambio. Lágrimas que nacen de la sonrisa. Corazones desgajados por la heroicidad de un beso tibio, sin manos, sin labios, sin esa orgia de deseo mutuo. El placer convertido en renta.
La nostalgia de aquellas miradas, el triste caminar de la calle sin clientes. La sonrisa opuesta al canto. La zona marcada de donde no puedes pasar en busca de clientes. Las conversaciones, los chismes, los cuentos y las anécdotas del último cliente. Dinero que rueda por esas caricias que se confunden con la sonrisa marcadamente fingida desde la llegada, el tiempo, el desolador encuentro, la muerte que se llama desde la vela negra.
Los llamados, las entradas al bar de las más privilegiadas. Solo las doñas de Martín entran al bar. No se escapa la nostalgia. El plato miserable de comida. La voz triste de la negra que se filtra desde su libertad. La última de la calle, la que todos quieren tomar, la que no permite que las miradas tomen su cuerpo. El sexo y la luz, el voto secreto de las monjas desde el ático tapiado. El humo, la risa, el regreso y las flores marchitas por el polvo. No hay color en aquel bar, no hay poemas cambiados por tragos, no hay agua, no hay sillas más que las que cubren el placer desde la nostálgica voz de ese bolero.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Un cuerpo desnudo: el mío.
Mi deseo, la escala eterna del placer, la erección de mis pechos, mi vulva húmeda y mi vagina golosa y empapada, los penes duros, mi boca roja y mamona, penetrada y vuelta a penetrar, un hombre tras otro, oleadas de semen que salpica y que me llena, trago y quiero más, mis jugos mojando la tierra, un orgasmo y otro y otro más, mi quejido, mi jadeo, mi grito...
Una mujer, una puta: yo.

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